lunes, 18 de noviembre de 2013

ESCENA A LA SALIDA DE UN BAR



Como saliendo de la oscuridad, así me sentía cuando terminaba la jornada de trabajo y podía al fin matar las horas en un bar cualquiera junto a Luis y Diana, bebiendo cerveza o un vaso de ron, siempre en silencio, o hablando de una forma que era peor que el silencio. Con ellos, como acuerdo tácito, nunca hablábamos de la pega, y ese pacto nos permitía diluir lentamente en alcohol nuestra pesada carga de frustraciones. Como para evitar la vergüenza de ser personas de mediana edad sin educación superior. Nunca decíamos la palabra “fracasado”. Sin embargo nuestros fracasos eran evidentes. Por contraste, ellos dos parecían seguir soñando en las cosas que no fueron, aunque trataban de ocultárselo mutuamente. Tomados de la mano, guardaban silencio y se entregaban cada uno a sus sueños, sin mayores esperanzas. Éramos un trío patético. Yo, por mi parte, hacía tiempo que había tirado todos los sueños al tacho de la basura. Sencillamente me quedaba ahí, con los codos empinados en la barra, mirando como Luis la rodeaba con sus brazos, la intención de robarle un beso casi siempre amagada por un ligero movimiento de Diana, que me miraba de reojo, algo avergonzada, y luego echaba un trago o hacía un comentario sobre cualquier cosa. El pasado estaba siempre presente pero indoloro, porque casi nada me dolía ya, a pesar de todo aquello que aún no había cicatrizado. No me dolían las nueve horas de agotadora atención al público, ni el sueldo mínimo que suele matar la autoestima. No me dolía Diana ahí tan bella como siempre o más aún, ya no amante sino amiga, descansando su cabeza sobre el hombro de Luis.

De los errores cometidos ya habíamos hablado hasta el cansancio, sin moralejas y en ocasiones con rabia. Si todo hubiera salido bien, Luis y yo ahora seríamos abogados, Diana doctora (pediatra), y es probable que no nos hubiéramos vuelto a ver nunca más. Pero abandonamos tempranamente los estudios universitarios. Lo hicimos como un verdadero acto de heroísmo, llenos de una lujuriosa expectativa que nos llevó a embarcarnos en esa grandiosa cruzada espiritual. Dimos el inevitable salto al vacío. Convencimos a Luis de que volcara su creciente entusiasmo en el magno proyecto de la revolución mística, en busca de la tan esperada iluminación. Sin ningún esfuerzo lo liberamos de la maquinaria, lo desarraigamos del sistema y nos lo trajimos a nuestro bando rebelde y eufórico. Con inmensa alegría los tres comenzamos a destruir nuestro promisorio futuro. Fuimos los gloriosos titanes de una utopía que fracasó sin mayores aspavientos. El fantasma de una torre destinada a caer, estrellándose contra la nada. Después, claro está, las cosas se dieron para que toda la culpa del fracaso cayera sobre mí, y yo mismo quise cargar con la responsabilidad de que la torre se viniera abajo, lo cual ahora, por supuesto, no significaba nada. Más tarde, meses o años después, el alejamiento de Diana sucedió como una cosa natural. No me alcanzó a doler el hecho de que cayera en los brazos de Luis, mi mejor amigo, y hasta bebí un trago a su salud. El tiempo puso las cosas en su lugar, que en mi caso fueron años de desempleo en los que hice vanos intentos por volver a la intrincada senda espiritual. Hasta que un día recibí un llamado telefónico de Diana para recomendarme que postulara en la empresa donde ella y Luis estaban trabajando. Al parecer habían hecho despidos masivos y estaban buscando nuevos empleados.

Ahora bien, con el tiempo las cosas volvieron a su habitual opacidad. Extensas jornadas de trabajo y noches frías pasadas lentamente, nuestras conversaciones casi automáticas, desprovistas de cualquier exabrupto emocional, de cualquier signo diferente que nos sacara del letargo en el que estábamos sumidos, y el alcohol haciendo su triste papel con eficacia, noche tras noche, la senda espiritual, la Obra Magna, olvidada por completo, pisoteada entre el cemento y el vómito de las peores borracheras. Ni siquiera la idea del suicidio me provocaba algún alivio, o un leve entusiasmo nacido aquí, en las entrañas. Dejé de leer y de escuchar música. Vendí el televisor y dejé que me cortaran el teléfono. Estaba listo para llegar a un indigno final de fiesta. La ausencia de dramas intensos en mi vida hacía más insostenible la situación. Yo, que siempre fui enemigo declarado de la mediocridad, me había convertido en un hombre mediocre. Mi energía vital empezó a bajar a niveles críticos. Durante el día trabajaba a media máquina, como un zombi, o como si me encontrara hipnotizado por una fuerza extraña.

Entonces, una noche de invierno que me encontraba solo en el bar de siempre (era muy tarde) apareció Diana. Me sorprendió verla entrar así de repente, y sola. Se sentó en la barra junto a mí, pidió un vodka, y me explicó que Luis estaba enfermo: había decidido quedarse en cama. Al día siguiente extendería un certificado médico. Nada grave, según me dijo. Un resfrío mal cuidado. Por primera vez en mucho tiempo la miré directamente a los ojos. Como supuse, estaba demacrada, con grandes y oscuras ojeras que marcaban su rostro. Su mirada había perdido el brillo de antaño. No sonreía. Para abstraerme de su apariencia choqué mi vaso con el suyo y bebimos durante un rato en silencio. El silencio nos sentaba bien. Además, no se me ocurría nada que decirle. El cansancio se le notaba en el cuerpo, en la manera de sentarse y de apoyar los codos sobre la barra, como un hombre. Al verla así comprendí que ya no sentía nada por ella, y eso me produjo un enorme alivio.

“¿Sabes qué?” me dijo, incorporándose a medias, “Me ofrecieron otro trabajo. Creo que se trata de algo prometedor, con un buen sueldo. Aún no se lo he dicho a Luis, porque aún no sé si aceptar el empleo.”  “Felicitaciones,” le respondí secamente, “Cámbiate sin pensarlo, nada puede ser peor que esto.” “Ya lo sé, Pedro, no es ese el punto.”  “¿Entonces?”  “Lo que ocurre es que tendría que irme a vivir a Valdivia, pues allá es donde me ofrecieron el trabajo. Se trata de un cargo administrativo para una empresa importadora. El sueldo es alto y tiene varias otras garantías. El problema, no obstante, es cómo se lo digo a Luis.”
En ese momento comprendí algo: Diana por fin se había cansado de Luis. Quería dejarlo, huir lejos de él, tal vez hasta sin avisarle, y olvidarlo para siempre. Se le notaba en los ojos. Supe que el profundo cansancio que sentía ella era por Luis.
“No se lo digas,” le respondí, “Márchate sin avisarle y empieza de una vez por todas una nueva vida.”
Ella no me miró. Jugaba con el vaso, evaluando lo que le había dicho. Yo apuré mi copa y no la presioné. Por un lado sentí alivio de que su relación se hubiera terminado. “Ojala fuera tan fácil escapar,” me dijo luego de un rato largo, “Me siento culpable de no amarlo más. Contigo, en cambio, siempre fue distinto.”
     Me miró y noté que le brillaban los ojos. De pronto se había emocionado de recordar lo nuestro. A mí me bajó una especie de ternura, una empatía cargada de cálida intimidad, y puse mi mano sobre la suya.
“Creo que nunca dejé de amarte,” me dijo, apretando mi mano. “Estas cosas pasan, Diana.”  “Supongo que para ti es más fácil. Yo todavía estoy viviendo del pasado, y ya es tiempo de que empiece a pensar en mi futuro.” “Estoy de acuerdo,” respondí, “Nada te amarra a este lugar, ni a Luis. ¡Nada te amarra a Luis!”  “En este momento no es solamente Luis el que me preocupa.”  “¿Ah no?”  “No.”  “Pues bien.”  “En este momento también me preocupas tú.”

Alargué la mano para acariciarle el cabello. La escena me parecía demasiado onírica. Hacía años que no teníamos un momento tan íntimo. Durante mucho tiempo supuse que Diana no sentía nada por mí, y ahora ella misma me estaba sacando de ese error. Me pidió que la abrazara.
“¿Recuerdas cuando pertenecíamos al Sagrado Grupo de Meditación?” preguntó Diana mientras apoyaba su cabeza contra mi pecho. “Creo que esos fueron los años más dichosos de mi vida.”
En silencio, mi mente se transportó a esa encantadora época en que todos estábamos llenos de esperanza. Nos amábamos con locura, Diana y yo, y no éramos capaces de pasar siquiera un minuto separados. Nuestros proyectos iban creciendo hasta adquirir dimensiones gigantescas. Nos sentíamos grandes y dueños de nuestro mundo.
“Qué ganas teníamos de que resultara, ¿no Pedro?”
Vi que lloraba y la abracé más fuerte. No sentí lástima por ella. Todos, en el fondo, habíamos sido víctimas de las circunstancias. Hacía harto tiempo que me había liberado a mí mismo de toda culpa, y desde entonces me entregué a mi propia apatía. Como dije antes, ya nada me hacía daño. Por mí que Diana se fuera cuanto antes. Ojala lo más lejos posible. Pensé: “que sea feliz.” Así que eso era todo. Diana sólo necesitaba deshacerse de nosotros para cumplir con su destino. Me sentí contento por ella. De hecho, pensé que para mí también sería bueno desligarme de Luis, (el enfermo y débil Luis) pensé que sería bueno buscar otro trabajo, buscar otro barrio, otros amigos, otra novia, otro status. Buscar y buscar, como un adolescente, aunque no encontrara nada, (sabiendo que no iba a encontrar nada, nunca) porque para eso creí haber nacido, para buscar inútilmente. Años atrás me había dado por vencido, pero ahora, sentado frente a la barra junto a ella, medio borracho y preso de una gélida euforia, creí posible volver a la senda espiritual. ¡Volver a revivir la utopía! Sin duda que era lo más estúpido que se me había ocurrido en años, pero me hizo sentir vivo de nuevo, me hizo creer que había resucitado como Lázaro.

Diana se separó de mí y dijo que tenía que irse. Los dos sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. De pronto me invadió una especie de angustia mezclada con timidez. No me atreví a abrazarla más. Creo que a ella le pasó lo mismo. Supongo que ya tenía los ojos puestos en su futuro. Salimos juntos del bar y nos quedamos afuera parados en la puerta. Estaba comenzando a lloviznar. Se había hecho tarde. Diana se acercó y me dio un beso en la boca. Luego sencillamente se dio la vuelta y caminó taconeando calle abajo. Me quedé mirándola hasta que desapareció en la sombra. Pensé: “Diana me ama… ¿cómo podemos separarnos?” En ese instante comprendí lo frío que era yo, tan desprovisto de sentimientos, tan pasivo en el amor, como si en verdad no me importara. No quería fingir, eso era todo. No me di cuenta de lo triste que me sentía. Sin embargo, mi absurda decisión estaba tomada y era irrevocable. Quería volver a la senda mística y practicar una constante y severa castidad.

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