Los pastizales se mecían empujados por el viento. En
el cielo, pequeños grupos de nubes se desplazaban sobre la montaña, hacia el
oeste. Círculos de aves vigilaban el imponente acantilado, y a dos figuras
humanas que venían bajando lentamente por un sendero y entraban al pastizal. El
aire estaba húmedo y tibio, en pocas horas se desataría la tormenta. El
antropoide metálico se detuvo un momento y apuntó hacia el acantilado. La mujer
que lo acompañaba asintió, desconsolada, y ambos comenzaron a andar en esa
dirección.
- Todavía
puedes recapacitar – dijo el antropoide metálico con una voz emitida en muy baja
frecuencia – nadie habrá notado nuestra ausencia aún.
- Ya no
hay vuelta atrás – le respondió la joven. Sus ojos se llenaron de lágrimas. –Le
dirás a él que lo amo…
- Sí
La inexpresiva voz del antropoide hizo recobrar
ánimos a la mujer, y siguió con paso firme rumbo al acantilado. El sol había
declinado y una espesa nube negra cubría la montaña y amenazaba al valle con
sus explosiones eléctricas. El viento arreció, ofreciendo resistencia al
desplazamiento de la mujer, que empezó a caminar con dificultad. El poderoso
antropoide no la ayudaría hasta que la mujer se lo pidiera expresamente.
El acantilado era imponente, se lo veía coronado por
una majestuosa caída de agua que manaba de las rocosas pizarras que se alzaban
del otro lado. Finas e insistentes gotas de lluvia bajaron a mezclarse con la
bruma de aquella monstruosa cascada. Había caído la noche; arriba brillaba una
luna clara. La mujer caminó hacia el borde del precipicio. El antropoide la
dejó avanzar sola.
- Espera, –
dijo la metálica voz – déjale un mensaje de despedida.
La
mujer estaba llorando, y pensaba qué más podría decirle, aparte de que lo amaba
profundamente. El antropoide la tomó de la mano y la atrajo a sí, para evitar
un mal paso a causa del viento que soplaba con furia. Le extendió un dispositivo
para que transmitiera con su voz un mensaje para él. Ella hizo un esfuerzo por
contener el llanto, y habló con voz serena, pero a la vez muy triste. Le dijo
que lo amaba, pero que aún así sabía que su amor era imposible, a pesar de ser
ella hija de Maestros, y todo por causa de esta absurda guerra de razas. Sin
embargo, el deseo de su amor no cumplido significaba la muerte. Ahora dejaría
que el acantilado se la tragara para acabar con sus sufrimientos y dejar el
camino libre para que él siguiera con la farsa que salvaría la honra de su
especie. La joven elevó los ojos al cielo. Una fuerte lluvia comenzó a caer
sobre el valle.
- ¿Sabes que
esto traerá consecuencias? – dijo el antropoide.
- Lo sé
- Él morirá
también
- ¡No! El
vivirá, estoy segura.
Una cálida esencia de tiempos pasados, de alegrías
ausentes y eternas, invadió el corazón de la mujer. La noche se hizo más oscura
y más fría, envolviéndolos en un vacío tenebroso y hostil. Ella vaciló, tenía
miedo, pero su voz no tuvo miedo.
- Empújame
al acantilado – le ordenó al antropoide, y este obedeció con frialdad mecánica,
arrojando sin dificultad a la joven hacia el vacío. El cielo pareció romperse a
pedazos, el aire temblaba mientras caía una lluvia aceitosa, pesada y
abundante. El antropoide avisaría a los padres de la joven, y a la mañana
siguiente encontrarían el cuerpo allá abajo, a orillas del río.
El antropoide intuye que este suceso incrementará el
odio entre las especies, como siempre ocurre tras la inmolación de alguien
considerado un semidiós. La guerra podría extenderse hasta las costas,
ocasionando la ruina y sembrando la peste por doquier. Pero ella no supo ver
más que la pena de su amor frustrado. Cada uno es dueño de su vida. ¿Quién se
lo podría reprochar? Era tan hermosa, piensa el antropoide al subir la montaña,
silencioso. Siente pena, pero no se da cuenta.
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