sábado, 15 de febrero de 2014

ARCOIRIS


La lluvia trae del cielo superior sutiles pensamientos, golpes de buena fortuna y arcoiris de profundidad inalcanzable que obsesionan a cualquier mortal. Por supuesto, hablo de aquello que puede transformarse, al igual que el viento de un huracán, en una materia tan distinta, tan de sueño anticipado en cadencia, que lo onírico es un insecto de plástico, una certera puñalada en el corazón.

Sepan entonces que primero cae la lluvia que moja con paciente caricia la piel de los aloe vera, y la que choca en certeros disparos contra la pobreza de los paneles solares, pero es un obsequio vertiginoso levantar la mirada y recibir el bálsamo de la santa paciencia.

No veas la luz ni escuches el sonido. Sólo siente la fuerza etérea de tu katana y corta con ella los bordes de tu arcoiris personal. El esfuerzo es un viaje hacia la mente de ellos, los arcontes, dioses temibles en su plano de sólida estructura,  entes de la ruptura en plena realidad de carne y hueso y de madera. Y en el futuro de metal en su estado más puro e inviolable.

Quien sabe que los pensamientos son de agua tiene en su poder la llave de un invierno venturoso. Aprovecha ese alimento, neófito animal desorientado, y dime cuántas liturgias, desde el nacimiento a la muerte, se han cubierto de tierra por causa de una nota fuera de tono en la melodía emocional.

Y ahora yo, hijo prófugo de Belcebú, me someto fríamente a la vejez y pruebo el fruto de aquella enorme realidad futura que se me abalanza.  El Señor del Inframundo quiere la lluvia, pero ama el fuego por sobre todas las cosas. Arriba y abajo, da la impresión de que somos así. Crúzate con esa realidad, arriba y abajo, nada es lo que parece.

lunes, 25 de noviembre de 2013

EN LOS PASTIZALES


Los pastizales se mecían empujados por el viento. En el cielo, pequeños grupos de nubes se desplazaban sobre la montaña, hacia el oeste. Círculos de aves vigilaban el imponente acantilado, y a dos figuras humanas que venían bajando lentamente por un sendero y entraban al pastizal. El aire estaba húmedo y tibio, en pocas horas se desataría la tormenta. El antropoide metálico se detuvo un momento y apuntó hacia el acantilado. La mujer que lo acompañaba asintió, desconsolada, y ambos comenzaron a andar en esa dirección.
      - Todavía puedes recapacitar – dijo el antropoide metálico con una voz emitida en muy baja frecuencia – nadie habrá notado nuestra ausencia aún.
      - Ya no hay vuelta atrás – le respondió la joven. Sus ojos se llenaron de lágrimas. –Le dirás a él que lo amo…
     - Sí

La inexpresiva voz del antropoide hizo recobrar ánimos a la mujer, y siguió con paso firme rumbo al acantilado. El sol había declinado y una espesa nube negra cubría la montaña y amenazaba al valle con sus explosiones eléctricas. El viento arreció, ofreciendo resistencia al desplazamiento de la mujer, que empezó a caminar con dificultad. El poderoso antropoide no la ayudaría hasta que la mujer se lo pidiera expresamente.

El acantilado era imponente, se lo veía coronado por una majestuosa caída de agua que manaba de las rocosas pizarras que se alzaban del otro lado. Finas e insistentes gotas de lluvia bajaron a mezclarse con la bruma de aquella monstruosa cascada. Había caído la noche; arriba brillaba una luna clara. La mujer caminó hacia el borde del precipicio. El antropoide la dejó avanzar sola.
    - Espera, – dijo la metálica voz – déjale un mensaje de despedida.
          La mujer estaba llorando, y pensaba qué más podría decirle, aparte de que lo amaba profundamente. El antropoide la tomó de la mano y la atrajo a sí, para evitar un mal paso a causa del viento que soplaba con furia. Le extendió un dispositivo para que transmitiera con su voz un mensaje para él. Ella hizo un esfuerzo por contener el llanto, y habló con voz serena, pero a la vez muy triste. Le dijo que lo amaba, pero que aún así sabía que su amor era imposible, a pesar de ser ella hija de Maestros, y todo por causa de esta absurda guerra de razas. Sin embargo, el deseo de su amor no cumplido significaba la muerte. Ahora dejaría que el acantilado se la tragara para acabar con sus sufrimientos y dejar el camino libre para que él siguiera con la farsa que salvaría la honra de su especie. La joven elevó los ojos al cielo. Una fuerte lluvia comenzó a caer sobre el valle.
   - ¿Sabes que esto traerá consecuencias? – dijo el antropoide.
   - Lo sé
   - Él morirá también
   - ¡No! El vivirá, estoy segura.

Una cálida esencia de tiempos pasados, de alegrías ausentes y eternas, invadió el corazón de la mujer. La noche se hizo más oscura y más fría, envolviéndolos en un vacío tenebroso y hostil. Ella vaciló, tenía miedo, pero su voz no tuvo miedo.
    - Empújame al acantilado – le ordenó al antropoide, y este obedeció con frialdad mecánica, arrojando sin dificultad a la joven hacia el vacío. El cielo pareció romperse a pedazos, el aire temblaba mientras caía una lluvia aceitosa, pesada y abundante. El antropoide avisaría a los padres de la joven, y a la mañana siguiente encontrarían el cuerpo allá abajo, a orillas del río.

El antropoide intuye que este suceso incrementará el odio entre las especies, como siempre ocurre tras la inmolación de alguien considerado un semidiós. La guerra podría extenderse hasta las costas, ocasionando la ruina y sembrando la peste por doquier. Pero ella no supo ver más que la pena de su amor frustrado. Cada uno es dueño de su vida. ¿Quién se lo podría reprochar? Era tan hermosa, piensa el antropoide al subir la montaña, silencioso. Siente pena, pero no se da cuenta.

martes, 19 de noviembre de 2013

SI RECUPERAS ESPAÑA


Veo que los años se alejan como trenes de carga, como cohetes de Cabo Cañaveral en un espacio nebuloso. Qué me importa el espléndido verano en medio de este tumulto, ni casi tengo memoria. Dejé por ahí en algún lado escrito que me subía y me bajaba de los aviones semana tras semana, no por placer, claro está, sino más bien por un impulso casi frenético. Tranquilidad y silencio, eso es lo que necesito. La vejez me corre por las venas a pulso inestable, quiero moverme hacia otro lado, quiero olvidar. Mi salud es cada vez menos aceptable: sigo de pie, salgo de mi casa todos los días, conduzco mi automóvil, miro las caras con estudiado detenimiento, y eso. Firmo los cheques con puño firme. Recibo innumerables llamadas telefónicas. Ayer no más cerré un contrato importante, un cargamento de pasta muro destinado a las galerías subterráneas del sur de Chile. Para frotarse las manos de puro gusto. Y qué ganas de tener la energía necesaria. Estoy empezando a sentirme cansado, es la reuma, es también la gota que percute con insistencia en los nervios que a ratos me estallan. Imposible jubilarse a los setenta años. La copa de vino en la mesa, tantas imágenes cargadas de simbolismo neutro, y la abulia enjaulada en toscas pesadillas que ni con el diazepan. Digo la copa de vino otra vez contra la botella en una mesa solo, estudiando papeles amarillentos y buscando números perdidos en el celular. No me sorprendería despertar mañana con la muerte. El esfuerzo no se me interrumpe ni con los ronquidos semi concientes de medianoche, y nunca dejo de pensar en las facturas vencidas.

Pero los olvidos me ponen en una mala posición. Los recuerdos también, si vamos al caso. Primer y último fin de semana que me quedo en cama. Los hijos y los nietos ya no saben que cara poner cuando llegan aquí. La vitalidad de sus presencias es vagamente discontinua. No obstante, el dinero los mantiene cerca todo el tiempo. El verano se queda fijo en un día que no acaba nunca. Mi casa se llena y se vacía de gente conocida y no tanto, y yo me empecino todas las mañanas en recordar la clave de ingreso a la página web donde busco información bursátil. El abogado me dice que puedo dormir tranquilo. El doctor me dice que necesito ejercitarme. Tomar un taxi hacia el aeropuerto es lo que realmente necesito, doctor, abogado. Ordenar los papeles en el maletín. Lo que se me olvide ahora caerá sobre la conciencia de otros. En el aeropuerto nadie maneja información precisa. El apuro constante me afecta sobremanera. A veces me dificulta respirar a diez mil metros. Entonces chequeo médico express. Chequeo al instante. Vacuna contra virus y peligrosas bacterias japonesas. Ninguno de mi familia sabe que estoy aquí, aunque a lo mejor mi esposa, que en paz descanse. Y ahora este viaje a Japón me dejó verdaderamente agotado.

Digo que el verano me da lo mismo, pero los nietos se bañan en la piscina casi todos los días. Sus gritos son un martirio en las tardes. Rebaño de sanguijuelas, pero son adorables, tengo que decir que son adorables. Alguien me habló durante media hora y no supe quien cresta era. Tampoco recuerdo nada de lo que me dijo, pero su voz era grave y cavernosa. Suponiendo que hacía alusión al diagnóstico, apremio no mostraba su inflexión vocal. Y el diagnóstico, madre santa. Incontinencia urinaria diurna, qué vergüenza más grande. No me imagino lo que va a pensar mi nutricionista cuando se entere. Qué paciente más honesto si llego a decírselo. Además, hoy tuve pesadillas sangrientas entre las tres y las cuatro de la mañana. El calor sofocante de la noche, los ruidos molestos, las invenciones imaginarias, los documentos en el maletín. Viajar a Japón me dejó la cabeza llena de extrañas paranoias. Respiré un aire viciado que me volvió hacia atrás el sentimiento. La situación es irreversible, hasta que una mañana me vea en la obligación moral de visitar la tumba de mi esposa. Honestamente, me pregunto si alguna vez la amé. A veces mis amigos cercanos me dicen que sí tuve una esposa. Pateo el suelo con rabia. No acordarme de la vida. Con mucha rabia. Imposible no desear una copa de vino, un cigarrillo.

Detesto el verano, qué diablos, prefiero morirme en otoño, pero no precisamente de un susto o de hipotermia. Lo deseable no siempre es lo correcto. Mis acciones están a la baja, y ya es demasiado lo que se pierde, mejor dicho, llamadas telefónicas urgentes cargadas de tensión y expectativa. No estoy para malos ratos, así que vende. ¡Vende! No quiero ser pobre. No quiero volver a ser un niño pobre. Quiero ser un adulto rico siempre, hasta que mis huesos se quiebren con el roce de la brisa. Llego a casa por la noche, con los pañales saturados. Me quedé dormido mirando el noticiario. Parece que estoy en mi casa. Sí, estoy en mi casa. Reconozco el color de las paredes, el lúgubre sonido de las bombas de agua, y heme aquí de vuelta. Tengo que salvar esta compañía a toda costa. Me gustaría una taza de café, pero a esta hora el hígado. El insomnio cría una nube de humo invisible que respiro y casi nunca entro en pánico. El hígado a cualquier hora. Ya falta poco para dormir eternamente. Mientras tanto el insomnio se cuela por la luz de la lámpara, por la pantalla del televisor. Vigilia compensada por sublimes pensamientos. Luego seguir trabajando, no queda otra causa en mi horizonte privado. Para eso mis juguetes tecnológicos son de gran ayuda. Un viejo como yo sólo puede enviar correos electrónicos a las tres de la mañana. Salvo no saber por qué, ni cuando. Y qué alivio no tener huéspedes esta noche. Ni recuerdos ni huéspedes. Horas y horas revisando los papales del maletín. Mi agenda me juega una mala pasada. La verdad es que no tengo ganas de viajar a Nueva York.  Es invierno allá.

Algunos negocios marchan, otros se desmoronan. No conviene dejarse llevar por las pasiones. Las acciones impulsivas no dejarán ganancia alguna. Treinta años con el imperio a cuestas, da que pensar. Y el valor que tiene la experiencia. Nunca mis dolores fueron impedimento a la hora de ejercer mi derecho a enriquecerme. Ayer fui un hombre de acero. Hoy los capitales se achican. Vivir en el lujo es sólo una pequeña compensación. No quiero volver a ser un niño pobre. Oculto debe estar el miedo de un hombre que pisa el umbral del más allá con cínica sonrisa. Estoy viejo, sí, estoy enfermo, pero mi sangre terrestre tiene aún la misma consistencia. Debe ser el cansancio de los años que me golpea, la falta de recuerdos, la brusca sequedad emocional. Se acabarán estos pocos meses que me dieron de yapa. El cuerpo ya no responde como debería. Mi respiración atonal es un hilo de telarañas apenas perceptible. Y ahora dicen que perdí mis sucursales en España a causa de la crisis asiática. Infierno para mi conciencia durante un año, o más. Otro ataque de tos con asfixia y consecuencia de fiebre. Los parientes rondan mi futuro cadáver como tiburones hambrientos.

Safé del viaje a Nueva York, y en buena hora, porque me siento pésimo. Me da la impresión de que hubiera perdido la conciencia en algún momento. ¿Qué? Perdona, no sé quién eres ni por qué me hablas. Estoy viejo, sí, estoy enfermo, pero mi sangre terrestre tiene aún la misma consistencia. Te digo que safé del viaje y tú me quieres llevar al baño a toda costa. Ya te dije que no tengo nada en las tripas, llevo como tres días sin comer. Qué irremediablemente estúpido es este pobre infeliz. Dónde está el hijo inteligente cuando lo necesito. Me apremia mandarlo de una vez a España a barrer los restos de nuestro derrumbado imperio. Y a la vuelta quiero que barra los restos de su padre, de pasada, y no este tarado que me está cambiando los orines a cambio de una mesada más bien pequeña.

Silencio, idiota, necesito terminar de leer esta novela de Vila Matas. Ve a fumar al patio. Aunque el idiota realmente soy yo, porque el silencio no existe. Hay miles de correos electrónicos que responder. Le digo al inteligente que no tema ser un poco Caín, a buen entendedor, y desde luego sin exagerar. Pero yo soy Abel, padre, ¿no te acuerdas? Sólo espero que no se vuelva una obsesión. El muchacho me dice que España podría recuperarse, pero no es una apuesta ganada ni mucho menos. Cambio de anteojos, eso sí que es un asunto urgente. Anteojos nuevos para el velorio y el funeral. Qué puedo decirte, si recuperas España, ¡te la regalo!

lunes, 18 de noviembre de 2013

EL AVIADOR


Leonardo el aviador buscó un punto en el mapa en que apoyar sus sueños de perfección espiritual. Se empecinó, a fuerza de mirar el mundo desde las alturas, en comprobar sobre sí mismo algunas teorías que por mucho tiempo lo hicieron desvariar y lo tuvieron al borde de perder el juicio, teorías incomprensibles que rozaban la locura y eran desquiciantes, sí, pero que no por eso dejaban de tener un peso bien definido y excesivamente real. De hecho algunos cambios en su vida fueron muy perceptibles y rápidos, como encontrar por fin un alma gemela para sus aventuras, una mujer que sin pedir nada lo salvó del círculo vicioso enfilando ala con ala rumbo a ese extraño lugar del mapa, un oasis increíble que nunca nadie había visto y cuya virginidad fue por siglos prácticamente inviolable. También su manera de pensar sufrió severas mutaciones, como comprender de súbito que la hermosa aviadora sería su maestra fugitiva, y que con el tiempo llegaría a ser mucho más que eso, un pacto de amor que le mostraría el inicio de una elevación biológica para toda la especie, una verdadera evolución genética, la cumbre de un árbol solar, y todo lo soñado, las visiones, los espejismos, recobrarían su sentido místico y la evolución se llevaría a cabo con la fluidez necesaria.

Por lo pronto, Leonardo era uno con su máquina. Arriba de las nubes su vida personal desaparecía tragada por el cielo, y eso era para él la cúspide del gozo total, el nirvana, el paraíso interior del que muchas veces se jactaba en silencio y que nunca pudo definir con palabras. El avión mismo era como otra parte de su cuerpo, un manojo de fierros engrasados sin los cuales no sentía la sangre en sus venas ni la presión de sus músculos. No volar era para él un poco como morir. Su vida en tierra se le aparecía opaca, desprovista de emociones y vacía de pensamientos, una realidad descolorida que era preciso dejar atrás lo antes posible, ojala al amanecer, cuando la atmósfera recién empezaba a brillar bajo los rayos del sol.

Leonardo no se lamenta por no haber encajado bien en su época, por no haber hecho vida social, por no haber estado disponible. Al principio la mayoría de la gente pensó que estaba loco, porque no llevaba una existencia predecible y no se afirmaba en rutinas innecesarias, y además era muy introvertido, cualidad que muchos confunden con orgullo y engreimiento. Nadie sabía quién era este aviador más bien parco y solitario, ni cómo empezaron a surgir esas leyendas que lo vincularon con brujos que se transforman por la noche y recorren el territorio con sus presencias. Sólo se puede atestiguar que su pasión era tanta que terminó costándole la vida una noche en que la luna mal alumbraba y no era posible distinguir las montañas de las nubes. ¿No es cierto que hasta los maestros pueden llegar a ser imprudentes? Su muerte fue tan inesperada que dejó a muchos al borde de la zozobra, a su esposa y a sus hijos, pero especialmente a sus padres, que no resistieron el duro golpe y se fueron juntos de esta tierra, sumergidos en sueños nebulosos, un poco antes del amanecer. Hoy reposan en el cementerio municipal, abrazados, según dicen algunos.

Y aquí podría terminar la historia, si lo razonable no fuera siempre la parte más pequeña y menos interesante. Sucedió que siete años después de la trágica muerte del aviador, empezaron a aparecer los famosos libros firmados con su nombre, gruesos volúmenes que  relataban sus aventuras y revelaban al público un extraño conocimiento adquirido por sabios que, según se dice en círculos muy restringidos, aún viven en un lugar extraordinario y secreto. Como era de esperarse, algunos de sus más cercanos sospecharon que se trata de un truco editorial, y acuden con suma prepotencia a poner el reclamo en las oficinas de venta.  Muy pronto se desatará una fuerte discusión en el pasillo ocho, las secretarias ejecutivas se quedarán mudas de espanto y con los ojos fijos en la puerta de la oficina de gerencia. Sin embargo, el agente editorial en persona se encogerá de hombros y les dirá a esos familiares del escritor, que cualquiera puede usar cualquier nombre no sometido a derechos de propiedad intelectual. “No hay nada que no esté en regla en esas publicaciones,” les espetará con disimulada sorna, “de modo, caballeros, que no les queda otra que ponerse a leer y averiguar si el que ustedes conocen es el mismo que escribió los libros.” Dicho esto un hábil vendedor les ofrecerá con suma cortesía una rebaja considerable por los cinco volúmenes y la promesa de olvidar el desafortunado incidente una vez firmada la boleta. Al deshacerse así de los inoportunos, el astuto vendedor sabrá que vuelve a ser motivo de elogios en su exitosa oficina, la más vendedora de todo el departamento.

Y felizmente todo se resuelve de manera más bien pacífica. “Muy bien hecho, Samuelín,” le dice al agente un hombre alto y elegantemente vestido, el dueño del boliche, según la opinión de muchos. “Me gusta tu estilo, muchacho, ya vas a ver como marcas escuela en esto de las ventas editoriales.” Su voz gutural y mal impostada resulta muy desagradable de oír, y el agente tiene que hacer esfuerzos para no fruncir el ceño. “¿Y cómo está nuestro hombre, Samuelín?” En este punto el agente se pone a funcionar con piloto automático y responde lo de siempre, que no se sabe con certeza el lugar de residencia del autor del libro más vendido de los últimos veinte años, que es sólo un aviador desconocido y que se encuentra muy enfermo. “¿Enfermo?” Esto último parece afectar mucho al jefe, quien se siente obligado a preguntar si cree que alcanzará a escribir otro libro antes de morir. “Jefe,” le responde con suspicacia el agente editoria, “usted sabe que él ya está muerto ¿o si no por qué cree que se vende tanto?”

ESCENA A LA SALIDA DE UN BAR



Como saliendo de la oscuridad, así me sentía cuando terminaba la jornada de trabajo y podía al fin matar las horas en un bar cualquiera junto a Luis y Diana, bebiendo cerveza o un vaso de ron, siempre en silencio, o hablando de una forma que era peor que el silencio. Con ellos, como acuerdo tácito, nunca hablábamos de la pega, y ese pacto nos permitía diluir lentamente en alcohol nuestra pesada carga de frustraciones. Como para evitar la vergüenza de ser personas de mediana edad sin educación superior. Nunca decíamos la palabra “fracasado”. Sin embargo nuestros fracasos eran evidentes. Por contraste, ellos dos parecían seguir soñando en las cosas que no fueron, aunque trataban de ocultárselo mutuamente. Tomados de la mano, guardaban silencio y se entregaban cada uno a sus sueños, sin mayores esperanzas. Éramos un trío patético. Yo, por mi parte, hacía tiempo que había tirado todos los sueños al tacho de la basura. Sencillamente me quedaba ahí, con los codos empinados en la barra, mirando como Luis la rodeaba con sus brazos, la intención de robarle un beso casi siempre amagada por un ligero movimiento de Diana, que me miraba de reojo, algo avergonzada, y luego echaba un trago o hacía un comentario sobre cualquier cosa. El pasado estaba siempre presente pero indoloro, porque casi nada me dolía ya, a pesar de todo aquello que aún no había cicatrizado. No me dolían las nueve horas de agotadora atención al público, ni el sueldo mínimo que suele matar la autoestima. No me dolía Diana ahí tan bella como siempre o más aún, ya no amante sino amiga, descansando su cabeza sobre el hombro de Luis.

De los errores cometidos ya habíamos hablado hasta el cansancio, sin moralejas y en ocasiones con rabia. Si todo hubiera salido bien, Luis y yo ahora seríamos abogados, Diana doctora (pediatra), y es probable que no nos hubiéramos vuelto a ver nunca más. Pero abandonamos tempranamente los estudios universitarios. Lo hicimos como un verdadero acto de heroísmo, llenos de una lujuriosa expectativa que nos llevó a embarcarnos en esa grandiosa cruzada espiritual. Dimos el inevitable salto al vacío. Convencimos a Luis de que volcara su creciente entusiasmo en el magno proyecto de la revolución mística, en busca de la tan esperada iluminación. Sin ningún esfuerzo lo liberamos de la maquinaria, lo desarraigamos del sistema y nos lo trajimos a nuestro bando rebelde y eufórico. Con inmensa alegría los tres comenzamos a destruir nuestro promisorio futuro. Fuimos los gloriosos titanes de una utopía que fracasó sin mayores aspavientos. El fantasma de una torre destinada a caer, estrellándose contra la nada. Después, claro está, las cosas se dieron para que toda la culpa del fracaso cayera sobre mí, y yo mismo quise cargar con la responsabilidad de que la torre se viniera abajo, lo cual ahora, por supuesto, no significaba nada. Más tarde, meses o años después, el alejamiento de Diana sucedió como una cosa natural. No me alcanzó a doler el hecho de que cayera en los brazos de Luis, mi mejor amigo, y hasta bebí un trago a su salud. El tiempo puso las cosas en su lugar, que en mi caso fueron años de desempleo en los que hice vanos intentos por volver a la intrincada senda espiritual. Hasta que un día recibí un llamado telefónico de Diana para recomendarme que postulara en la empresa donde ella y Luis estaban trabajando. Al parecer habían hecho despidos masivos y estaban buscando nuevos empleados.

Ahora bien, con el tiempo las cosas volvieron a su habitual opacidad. Extensas jornadas de trabajo y noches frías pasadas lentamente, nuestras conversaciones casi automáticas, desprovistas de cualquier exabrupto emocional, de cualquier signo diferente que nos sacara del letargo en el que estábamos sumidos, y el alcohol haciendo su triste papel con eficacia, noche tras noche, la senda espiritual, la Obra Magna, olvidada por completo, pisoteada entre el cemento y el vómito de las peores borracheras. Ni siquiera la idea del suicidio me provocaba algún alivio, o un leve entusiasmo nacido aquí, en las entrañas. Dejé de leer y de escuchar música. Vendí el televisor y dejé que me cortaran el teléfono. Estaba listo para llegar a un indigno final de fiesta. La ausencia de dramas intensos en mi vida hacía más insostenible la situación. Yo, que siempre fui enemigo declarado de la mediocridad, me había convertido en un hombre mediocre. Mi energía vital empezó a bajar a niveles críticos. Durante el día trabajaba a media máquina, como un zombi, o como si me encontrara hipnotizado por una fuerza extraña.

Entonces, una noche de invierno que me encontraba solo en el bar de siempre (era muy tarde) apareció Diana. Me sorprendió verla entrar así de repente, y sola. Se sentó en la barra junto a mí, pidió un vodka, y me explicó que Luis estaba enfermo: había decidido quedarse en cama. Al día siguiente extendería un certificado médico. Nada grave, según me dijo. Un resfrío mal cuidado. Por primera vez en mucho tiempo la miré directamente a los ojos. Como supuse, estaba demacrada, con grandes y oscuras ojeras que marcaban su rostro. Su mirada había perdido el brillo de antaño. No sonreía. Para abstraerme de su apariencia choqué mi vaso con el suyo y bebimos durante un rato en silencio. El silencio nos sentaba bien. Además, no se me ocurría nada que decirle. El cansancio se le notaba en el cuerpo, en la manera de sentarse y de apoyar los codos sobre la barra, como un hombre. Al verla así comprendí que ya no sentía nada por ella, y eso me produjo un enorme alivio.

“¿Sabes qué?” me dijo, incorporándose a medias, “Me ofrecieron otro trabajo. Creo que se trata de algo prometedor, con un buen sueldo. Aún no se lo he dicho a Luis, porque aún no sé si aceptar el empleo.”  “Felicitaciones,” le respondí secamente, “Cámbiate sin pensarlo, nada puede ser peor que esto.” “Ya lo sé, Pedro, no es ese el punto.”  “¿Entonces?”  “Lo que ocurre es que tendría que irme a vivir a Valdivia, pues allá es donde me ofrecieron el trabajo. Se trata de un cargo administrativo para una empresa importadora. El sueldo es alto y tiene varias otras garantías. El problema, no obstante, es cómo se lo digo a Luis.”
En ese momento comprendí algo: Diana por fin se había cansado de Luis. Quería dejarlo, huir lejos de él, tal vez hasta sin avisarle, y olvidarlo para siempre. Se le notaba en los ojos. Supe que el profundo cansancio que sentía ella era por Luis.
“No se lo digas,” le respondí, “Márchate sin avisarle y empieza de una vez por todas una nueva vida.”
Ella no me miró. Jugaba con el vaso, evaluando lo que le había dicho. Yo apuré mi copa y no la presioné. Por un lado sentí alivio de que su relación se hubiera terminado. “Ojala fuera tan fácil escapar,” me dijo luego de un rato largo, “Me siento culpable de no amarlo más. Contigo, en cambio, siempre fue distinto.”
     Me miró y noté que le brillaban los ojos. De pronto se había emocionado de recordar lo nuestro. A mí me bajó una especie de ternura, una empatía cargada de cálida intimidad, y puse mi mano sobre la suya.
“Creo que nunca dejé de amarte,” me dijo, apretando mi mano. “Estas cosas pasan, Diana.”  “Supongo que para ti es más fácil. Yo todavía estoy viviendo del pasado, y ya es tiempo de que empiece a pensar en mi futuro.” “Estoy de acuerdo,” respondí, “Nada te amarra a este lugar, ni a Luis. ¡Nada te amarra a Luis!”  “En este momento no es solamente Luis el que me preocupa.”  “¿Ah no?”  “No.”  “Pues bien.”  “En este momento también me preocupas tú.”

Alargué la mano para acariciarle el cabello. La escena me parecía demasiado onírica. Hacía años que no teníamos un momento tan íntimo. Durante mucho tiempo supuse que Diana no sentía nada por mí, y ahora ella misma me estaba sacando de ese error. Me pidió que la abrazara.
“¿Recuerdas cuando pertenecíamos al Sagrado Grupo de Meditación?” preguntó Diana mientras apoyaba su cabeza contra mi pecho. “Creo que esos fueron los años más dichosos de mi vida.”
En silencio, mi mente se transportó a esa encantadora época en que todos estábamos llenos de esperanza. Nos amábamos con locura, Diana y yo, y no éramos capaces de pasar siquiera un minuto separados. Nuestros proyectos iban creciendo hasta adquirir dimensiones gigantescas. Nos sentíamos grandes y dueños de nuestro mundo.
“Qué ganas teníamos de que resultara, ¿no Pedro?”
Vi que lloraba y la abracé más fuerte. No sentí lástima por ella. Todos, en el fondo, habíamos sido víctimas de las circunstancias. Hacía harto tiempo que me había liberado a mí mismo de toda culpa, y desde entonces me entregué a mi propia apatía. Como dije antes, ya nada me hacía daño. Por mí que Diana se fuera cuanto antes. Ojala lo más lejos posible. Pensé: “que sea feliz.” Así que eso era todo. Diana sólo necesitaba deshacerse de nosotros para cumplir con su destino. Me sentí contento por ella. De hecho, pensé que para mí también sería bueno desligarme de Luis, (el enfermo y débil Luis) pensé que sería bueno buscar otro trabajo, buscar otro barrio, otros amigos, otra novia, otro status. Buscar y buscar, como un adolescente, aunque no encontrara nada, (sabiendo que no iba a encontrar nada, nunca) porque para eso creí haber nacido, para buscar inútilmente. Años atrás me había dado por vencido, pero ahora, sentado frente a la barra junto a ella, medio borracho y preso de una gélida euforia, creí posible volver a la senda espiritual. ¡Volver a revivir la utopía! Sin duda que era lo más estúpido que se me había ocurrido en años, pero me hizo sentir vivo de nuevo, me hizo creer que había resucitado como Lázaro.

Diana se separó de mí y dijo que tenía que irse. Los dos sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. De pronto me invadió una especie de angustia mezclada con timidez. No me atreví a abrazarla más. Creo que a ella le pasó lo mismo. Supongo que ya tenía los ojos puestos en su futuro. Salimos juntos del bar y nos quedamos afuera parados en la puerta. Estaba comenzando a lloviznar. Se había hecho tarde. Diana se acercó y me dio un beso en la boca. Luego sencillamente se dio la vuelta y caminó taconeando calle abajo. Me quedé mirándola hasta que desapareció en la sombra. Pensé: “Diana me ama… ¿cómo podemos separarnos?” En ese instante comprendí lo frío que era yo, tan desprovisto de sentimientos, tan pasivo en el amor, como si en verdad no me importara. No quería fingir, eso era todo. No me di cuenta de lo triste que me sentía. Sin embargo, mi absurda decisión estaba tomada y era irrevocable. Quería volver a la senda mística y practicar una constante y severa castidad.