Leonardo el aviador buscó un punto en el mapa en que
apoyar sus sueños de perfección espiritual. Se empecinó, a fuerza de mirar el
mundo desde las alturas, en comprobar sobre sí mismo algunas teorías que por
mucho tiempo lo hicieron desvariar y lo tuvieron al borde de perder el juicio,
teorías incomprensibles que rozaban la locura y eran desquiciantes, sí, pero
que no por eso dejaban de tener un peso bien definido y excesivamente real. De
hecho algunos cambios en su vida fueron muy perceptibles y rápidos, como
encontrar por fin un alma gemela para sus aventuras, una mujer que sin pedir
nada lo salvó del círculo vicioso enfilando ala con ala rumbo a ese extraño
lugar del mapa, un oasis increíble que nunca nadie había visto y cuya
virginidad fue por siglos prácticamente inviolable. También su manera de pensar
sufrió severas mutaciones, como comprender de súbito que la hermosa aviadora
sería su maestra fugitiva, y que con el tiempo llegaría a ser mucho más que
eso, un pacto de amor que le mostraría el inicio de una elevación biológica
para toda la especie, una verdadera evolución genética, la cumbre de un árbol solar,
y todo lo soñado, las visiones, los espejismos, recobrarían su sentido místico
y la evolución se llevaría a cabo con la fluidez necesaria.
Por lo pronto, Leonardo era uno con su máquina.
Arriba de las nubes su vida personal desaparecía tragada por el cielo, y eso
era para él la cúspide del gozo total, el nirvana, el paraíso interior del que
muchas veces se jactaba en silencio y que nunca pudo definir con palabras. El
avión mismo era como otra parte de su cuerpo, un manojo de fierros engrasados
sin los cuales no sentía la sangre en sus venas ni la presión de sus músculos.
No volar era para él un poco como morir. Su vida en tierra se le aparecía
opaca, desprovista de emociones y vacía de pensamientos, una realidad
descolorida que era preciso dejar atrás lo antes posible, ojala al amanecer,
cuando la atmósfera recién empezaba a brillar bajo los rayos del sol.
Leonardo no se lamenta por no haber encajado bien en
su época, por no haber hecho vida social, por no haber estado disponible. Al
principio la mayoría de la gente pensó que estaba loco, porque no llevaba una
existencia predecible y no se afirmaba en rutinas innecesarias, y además era muy
introvertido, cualidad que muchos confunden con orgullo y engreimiento. Nadie
sabía quién era este aviador más bien parco y solitario, ni cómo empezaron a
surgir esas leyendas que lo vincularon con brujos que se transforman por la
noche y recorren el territorio con sus presencias. Sólo se puede atestiguar que
su pasión era tanta que terminó costándole la vida una noche en que la luna mal
alumbraba y no era posible distinguir las montañas de las nubes. ¿No es cierto
que hasta los maestros pueden llegar a ser imprudentes? Su muerte fue tan
inesperada que dejó a muchos al borde de la zozobra, a su esposa y a sus hijos,
pero especialmente a sus padres, que no resistieron el duro golpe y se fueron juntos
de esta tierra, sumergidos en sueños nebulosos, un poco antes del amanecer. Hoy
reposan en el cementerio municipal, abrazados, según dicen algunos.
Y aquí podría terminar la historia, si lo razonable
no fuera siempre la parte más pequeña y menos interesante. Sucedió que siete
años después de la trágica muerte del aviador, empezaron a aparecer los famosos
libros firmados con su nombre, gruesos volúmenes que relataban sus aventuras y revelaban al
público un extraño conocimiento adquirido por sabios que, según se dice en
círculos muy restringidos, aún viven en un lugar extraordinario y secreto. Como
era de esperarse, algunos de sus más cercanos sospecharon que se trata de un
truco editorial, y acuden con suma prepotencia a poner el reclamo en las
oficinas de venta. Muy pronto se desatará
una fuerte discusión en el pasillo ocho, las secretarias ejecutivas se quedarán
mudas de espanto y con los ojos fijos en la puerta de la oficina de gerencia. Sin
embargo, el agente editorial en persona se encogerá de hombros y les dirá a
esos familiares del escritor, que cualquiera puede usar cualquier
nombre no sometido a derechos de propiedad intelectual. “No hay nada que no
esté en regla en esas publicaciones,” les espetará con disimulada sorna, “de
modo, caballeros, que no les queda otra que ponerse a leer y averiguar si el que
ustedes conocen es el mismo que escribió los libros.” Dicho esto un hábil
vendedor les ofrecerá con suma cortesía una rebaja considerable por los cinco
volúmenes y la promesa de olvidar el desafortunado incidente una vez firmada la
boleta. Al deshacerse así de los inoportunos, el astuto vendedor sabrá que
vuelve a ser motivo de elogios en su exitosa oficina, la más vendedora de todo
el departamento.
Y felizmente todo se resuelve de manera más bien
pacífica. “Muy bien hecho, Samuelín,” le dice al agente un hombre alto y
elegantemente vestido, el dueño del boliche, según la opinión de muchos. “Me
gusta tu estilo, muchacho, ya vas a ver como marcas escuela en esto de las
ventas editoriales.” Su voz gutural y mal impostada resulta muy desagradable de
oír, y el agente tiene que hacer esfuerzos para no fruncir el ceño. “¿Y cómo
está nuestro hombre, Samuelín?” En este punto el agente se pone a funcionar con
piloto automático y responde lo de siempre, que no se sabe con certeza el lugar
de residencia del autor del libro más vendido de los últimos veinte años, que
es sólo un aviador desconocido y que se encuentra muy enfermo. “¿Enfermo?” Esto
último parece afectar mucho al jefe, quien se siente obligado a preguntar si
cree que alcanzará a escribir otro libro antes de morir. “Jefe,” le responde con
suspicacia el agente editoria, “usted sabe que él ya está muerto ¿o si no por
qué cree que se vende tanto?”
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