Como saliendo de la oscuridad, así me sentía cuando
terminaba la jornada de trabajo y podía al fin matar las horas en un bar
cualquiera junto a Luis y Diana, bebiendo cerveza o un vaso de ron, siempre en
silencio, o hablando de una forma que era peor que el silencio. Con ellos, como
acuerdo tácito, nunca hablábamos de la pega, y ese pacto nos permitía diluir
lentamente en alcohol nuestra pesada carga de frustraciones. Como para evitar
la vergüenza de ser personas de mediana edad sin educación superior. Nunca
decíamos la palabra “fracasado”. Sin embargo nuestros fracasos eran evidentes. Por
contraste, ellos dos parecían seguir soñando en las cosas que no fueron, aunque
trataban de ocultárselo mutuamente. Tomados de la mano, guardaban silencio y se
entregaban cada uno a sus sueños, sin mayores esperanzas. Éramos un trío
patético. Yo, por mi parte, hacía tiempo que había tirado todos los sueños al
tacho de la basura. Sencillamente me quedaba ahí, con los codos empinados en la
barra, mirando como Luis la rodeaba con sus brazos, la intención de robarle un
beso casi siempre amagada por un ligero movimiento de Diana, que me miraba de
reojo, algo avergonzada, y luego echaba un trago o hacía un comentario sobre
cualquier cosa. El pasado estaba siempre presente pero indoloro, porque casi nada
me dolía ya, a pesar de todo aquello que aún no había cicatrizado. No me dolían
las nueve horas de agotadora atención al público, ni el sueldo mínimo que suele
matar la autoestima. No me dolía Diana ahí tan bella como siempre o más aún, ya
no amante sino amiga, descansando su cabeza sobre el hombro de Luis.
De los errores cometidos ya habíamos hablado hasta el
cansancio, sin moralejas y en ocasiones con rabia. Si todo hubiera salido bien,
Luis y yo ahora seríamos abogados, Diana doctora (pediatra), y es probable que
no nos hubiéramos vuelto a ver nunca más. Pero abandonamos tempranamente los
estudios universitarios. Lo hicimos como un verdadero acto de heroísmo, llenos
de una lujuriosa expectativa que nos llevó a embarcarnos en esa grandiosa
cruzada espiritual. Dimos el inevitable salto al vacío. Convencimos a Luis de que
volcara su creciente entusiasmo en el magno proyecto de la revolución mística,
en busca de la tan esperada iluminación. Sin ningún esfuerzo lo liberamos de la
maquinaria, lo desarraigamos del sistema y nos lo trajimos a nuestro bando
rebelde y eufórico. Con inmensa alegría los tres comenzamos a destruir nuestro
promisorio futuro. Fuimos los gloriosos titanes de una utopía que fracasó sin
mayores aspavientos. El fantasma de una torre destinada a caer, estrellándose
contra la nada. Después, claro está, las cosas se dieron para que toda la culpa
del fracaso cayera sobre mí, y yo mismo quise cargar con la responsabilidad de
que la torre se viniera abajo, lo cual ahora, por supuesto, no significaba nada.
Más tarde, meses o años después, el alejamiento de Diana sucedió como una cosa
natural. No me alcanzó a doler el hecho de que cayera en los brazos de Luis, mi
mejor amigo, y hasta bebí un trago a su salud. El tiempo puso las cosas en su
lugar, que en mi caso fueron años de desempleo en los que hice vanos intentos
por volver a la intrincada senda espiritual. Hasta que un día recibí un llamado
telefónico de Diana para recomendarme que postulara en la empresa donde ella y Luis
estaban trabajando. Al parecer habían hecho despidos masivos y estaban buscando
nuevos empleados.
Ahora bien, con el tiempo las cosas volvieron a su habitual
opacidad. Extensas jornadas de trabajo y noches frías pasadas lentamente, nuestras
conversaciones casi automáticas, desprovistas de cualquier exabrupto emocional,
de cualquier signo diferente que nos sacara del letargo en el que estábamos
sumidos, y el alcohol haciendo su triste papel con eficacia, noche tras noche, la
senda espiritual, la Obra Magna,
olvidada por completo, pisoteada entre el cemento y el vómito de las peores
borracheras. Ni siquiera la idea del suicidio me provocaba algún alivio, o un
leve entusiasmo nacido aquí, en las entrañas. Dejé de leer y de escuchar
música. Vendí el televisor y dejé que me cortaran el teléfono. Estaba listo
para llegar a un indigno final de fiesta. La ausencia de dramas intensos en mi
vida hacía más insostenible la situación. Yo, que siempre fui enemigo declarado
de la mediocridad, me había convertido en un hombre mediocre. Mi energía vital empezó
a bajar a niveles críticos. Durante el día trabajaba a media máquina, como un zombi,
o como si me encontrara hipnotizado por una fuerza extraña.
Entonces, una noche de invierno que me encontraba solo en el
bar de siempre (era muy tarde) apareció Diana. Me sorprendió verla entrar así de
repente, y sola. Se sentó en la barra junto a mí, pidió un vodka, y me explicó que
Luis estaba enfermo: había decidido quedarse en cama. Al día siguiente extendería
un certificado médico. Nada grave, según me dijo. Un resfrío mal cuidado. Por
primera vez en mucho tiempo la miré directamente a los ojos. Como supuse, estaba
demacrada, con grandes y oscuras ojeras que marcaban su rostro. Su mirada había
perdido el brillo de antaño. No sonreía. Para abstraerme de su apariencia choqué
mi vaso con el suyo y bebimos durante un rato en silencio. El silencio nos
sentaba bien. Además, no se me ocurría nada que decirle. El cansancio se le
notaba en el cuerpo, en la manera de sentarse y de apoyar los codos sobre la
barra, como un hombre. Al verla así comprendí que ya no sentía nada por ella, y
eso me produjo un enorme alivio.
“¿Sabes qué?” me dijo, incorporándose a medias, “Me
ofrecieron otro trabajo. Creo que se trata de algo prometedor, con un buen
sueldo. Aún no se lo he dicho a Luis, porque aún no sé si aceptar el empleo.” “Felicitaciones,” le respondí secamente, “Cámbiate
sin pensarlo, nada puede ser peor que esto.” “Ya lo sé, Pedro, no es ese el
punto.” “¿Entonces?” “Lo que ocurre es que tendría que irme a
vivir a Valdivia, pues allá es donde me ofrecieron el trabajo. Se trata de un
cargo administrativo para una empresa importadora. El sueldo es alto y tiene
varias otras garantías. El problema, no obstante, es cómo se lo digo a Luis.”
En ese momento comprendí algo: Diana por fin se había
cansado de Luis. Quería dejarlo, huir lejos de él, tal vez hasta sin avisarle,
y olvidarlo para siempre. Se le notaba en los ojos. Supe que el profundo
cansancio que sentía ella era por Luis.
“No se lo digas,” le respondí, “Márchate sin avisarle y
empieza de una vez por todas una nueva vida.”
Ella no me miró. Jugaba con el vaso, evaluando lo que le
había dicho. Yo apuré mi copa y no la presioné. Por un lado sentí alivio de que
su relación se hubiera terminado. “Ojala fuera tan fácil escapar,” me dijo
luego de un rato largo, “Me siento culpable de no amarlo más. Contigo, en
cambio, siempre fue distinto.”
Me miró y noté
que le brillaban los ojos. De pronto se había emocionado de recordar lo nuestro.
A mí me bajó una especie de ternura, una empatía cargada de cálida intimidad, y
puse mi mano sobre la suya.
“Creo que nunca dejé de amarte,” me dijo, apretando mi mano.
“Estas cosas pasan, Diana.” “Supongo que
para ti es más fácil. Yo todavía estoy viviendo del pasado, y ya es tiempo de
que empiece a pensar en mi futuro.” “Estoy de acuerdo,” respondí, “Nada te
amarra a este lugar, ni a Luis. ¡Nada te amarra a Luis!” “En este momento no es solamente Luis el que
me preocupa.” “¿Ah no?” “No.”
“Pues bien.” “En este momento también
me preocupas tú.”
Alargué la mano para acariciarle el cabello. La escena me
parecía demasiado onírica. Hacía años que no teníamos un momento tan íntimo.
Durante mucho tiempo supuse que Diana no sentía nada por mí, y ahora ella misma
me estaba sacando de ese error. Me pidió que la abrazara.
“¿Recuerdas cuando pertenecíamos al Sagrado Grupo de Meditación?”
preguntó Diana mientras apoyaba su cabeza contra mi pecho. “Creo que esos
fueron los años más dichosos de mi vida.”
En silencio, mi mente se transportó a esa encantadora época
en que todos estábamos llenos de esperanza. Nos amábamos con locura, Diana y
yo, y no éramos capaces de pasar siquiera un minuto separados. Nuestros
proyectos iban creciendo hasta adquirir dimensiones gigantescas. Nos sentíamos
grandes y dueños de nuestro mundo.
“Qué ganas teníamos de que resultara, ¿no Pedro?”
Vi que lloraba y la abracé más fuerte. No sentí lástima por
ella. Todos, en el fondo, habíamos sido víctimas de las circunstancias. Hacía
harto tiempo que me había liberado a mí mismo de toda culpa, y desde entonces
me entregué a mi propia apatía. Como dije antes, ya nada me hacía daño. Por mí
que Diana se fuera cuanto antes. Ojala lo más lejos posible. Pensé: “que sea
feliz.” Así que eso era todo. Diana sólo necesitaba deshacerse de nosotros para
cumplir con su destino. Me sentí contento por ella. De hecho, pensé que para mí
también sería bueno desligarme de Luis, (el enfermo y débil Luis) pensé que
sería bueno buscar otro trabajo, buscar otro barrio, otros amigos, otra novia,
otro status. Buscar y buscar, como un adolescente, aunque no encontrara nada, (sabiendo
que no iba a encontrar nada, nunca) porque para eso creí haber nacido, para
buscar inútilmente. Años atrás me había dado por vencido, pero ahora, sentado
frente a la barra junto a ella, medio borracho y preso de una gélida euforia, creí
posible volver a la senda espiritual. ¡Volver a revivir la utopía! Sin duda que
era lo más estúpido que se me había ocurrido en años, pero me hizo sentir vivo
de nuevo, me hizo creer que había resucitado como Lázaro.
Diana se separó de mí y dijo que tenía que irse. Los dos
sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. De pronto me invadió una especie de angustia
mezclada con timidez. No me atreví a abrazarla más. Creo que a ella le pasó lo
mismo. Supongo que ya tenía los ojos puestos en su futuro. Salimos juntos del
bar y nos quedamos afuera parados en la puerta. Estaba comenzando a lloviznar.
Se había hecho tarde. Diana se acercó y me dio un beso en la boca. Luego
sencillamente se dio la vuelta y caminó taconeando calle abajo. Me quedé
mirándola hasta que desapareció en la sombra. Pensé: “Diana me ama… ¿cómo
podemos separarnos?” En ese instante comprendí lo frío que era yo, tan
desprovisto de sentimientos, tan pasivo en el amor, como si en verdad no me
importara. No quería fingir, eso era todo. No me di cuenta de lo triste que me
sentía. Sin embargo, mi absurda decisión estaba tomada y era irrevocable. Quería
volver a la senda mística y practicar una constante y severa castidad.